Las campañas políticas colombianas se parecen en todo, incluso en lo de creerse distintas. Las de la izquierda prometen ríos de leche y miel para los pobres. Las de la derecha nos explican que el desarrollo será de tal magnitud, que las jarras se desbordarán y habrá leche y miel hasta para los pobres (“teoría del goteo”, la llama la chusma desagradecida).
Pero la campaña de la extrema derecha es original. Su última pieza es la denuncia de un trasteo satánico: el éxodo venezolano hacia Colombia es una operación del castropetrochavismo, que busca cedular a millones de venezolanos para que voten por Petro.
Ahora todo está claro. Esos cientos de miles de venezolanos no están huyendo del hambre, la desnutrición, los racionamientos agua y energía, el trueque de una pastilla de acetaminofén por dos de chocolate, las ejecuciones sumarias en las calles, los atropellos y las humillaciones de los milicos, sus farsas electorales, los decretos tristes del Ministerio de la Felicidad, el cierre de los medios, la ola de suicidios y la pandemia de trastornos mentales. No huyen del horror de que nueve de cada diez familias estén fracturadas por la diáspora y que decenas de miles de venezolanas se prostituyan en las calles de Caracas, Lima o Bogotá, o donde alcancen a llegar su rabia, su hambre y su belleza.
Ahora todo está claro. Los venezolanos no huyen de este infierno. Lo aman tanto que quieren compartirlo con sus hermanos de Colombia. Entonces meten en una bolsa dos camisas y una estampita de san Gregorio Hernández, se despiden de sus familias, toman el camino a Cúcuta, hacen filas eternas, duermen en los andenes, los hombres trabajan o roban, las mujeres trabajan con las manos o con el cuerpo y reciben insultos y mendrugos pero siguen allí, fuertes, aguantan y ruegan al cielo que la cédula llegue pronto para votar por Petro y fundirnos todos el 7 de agosto en la nueva granada colombovenezolana del siglo XXI.
Mis viejas orejas no han escuchado nunca una patraña más indolente y estúpida. Odiar a los venezolanos, por Petro o por lo que sea, es ignorar que al otro lado del Orinoco viven varios millones de colombianos. Que hasta hace poco buscábamos allá trabajo, estudio, fortuna. Que el comercio y la industria de los Santanderes se forjó con capital venezolano. Que Juanita bonita de la Billo’s Caracas Boys, El merecumbéde Los Melódicos y Juancito Trucupey de Óscar de León son parte entrañable de nuestra educación musical. Que la Editorial Monte Ávila y el Premio Rómulo Gallegos fueron decisivos en las carreras de Gabo, Vallejo, William Ospina y Pablo Montoya. Que nuestra cocina se enriqueció con las hallacas, la reina pepiada y el pabellón (fríjol caraota, carne mechada, aguacate y plátano maduro). Que a diario decenas de miles de personas van y vienen por la Frontera Norte para comprar, vender, trabajar o estudiar, visitar la novia o la familia.
Que en los Llanos las nacionalidades se diluyen y que el llanero no se considera colombiano ni venezolano sino llanero, a secas.
La migración es la cópula de las naciones. En esas vastas mareas se comparten saberes, quehaceres y cosas, platos, canciones y abrazos, y los pueblos se preñan mutuamente.
Al contrario de Argentina, Chile, Brasil, Venezuela o México, Colombia no ha sido hospitalaria con el inmigrante. No perpetuemos esta infamia. Sobre todo, no contra nuestros viejos vecinos, y menos en este momento. Es hora de pagar la inmensa deuda de gratitud y hospitalidad que tenemos con ese pueblo magnífico.
Fuente: elespectador.com