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Venezuela, un país fantasma con millones en el exilio

“¡Todo el mundo se está yendo! ¿Y nosotros cuándo?”, le pregunta la tía de un amigo a su hijo. El chamo —muchacho— no sabe qué responder. No se quiere ir y tiene su vida planeada. Es una rara avis. En medio del drama socialista, ha conseguido algunas oportunidades. Pero la presión es inmensa. Su madre tiene razón: todo el mundo se está yendo.

El vecino, el primo, el tío y el hermano. Todos. El que dijo que jamás se iría y el que no tenía con qué. Se trata de una huida por la supervivencia. Es un verdadero éxodo.

Según la última medición de la empresa Consultores, de enero de este año, son alrededor de cuatro millones de venezolanos los que están en el exilio. Una cifra inmensa y aterradora. Se trata de más del 10 % de la población total.

Un porcentaje que ha dejado su país. Millones de venezolanos, apartados de su tierra. De su patria, de sus amigos, familiares y lugares que conforman los recuerdos. Mientras, dejan atrás espacios vacíos. Hogares, cuartos, puestos de trabajos; sillas en la mesa a la hora del almuerzo; en las fotografías; en los abrazos grupales; en las celebraciones por la graduación de alguno o el bautizo del más pequeño; todos, espacios vacíos. Un país entero, vacío. Un país fantasma.

Una de las zonas más concurridas de Valencia, la segunda ciudad de Venezuela,
a las ocho de la noche de un lunes (Archivo)

¿Y nosotros cuándo nos vamos?

Todas las mañanas Marlene sale de su casa y maneja hasta el trabajo. Llega al colegio entre las 6 y media de la mañana y las siete. Ya no tiene que estar tan temprano como antes. Hay menos presión. Hay dejadez. Igual su sueldo es tan miserable, que si se esforzara, parecería demasiado cándida.

Llega y la esperan quince niños. Son pocos. Antes era más. Eran, al menos, treinta. Por años fue así. Es un colegio de clase media/alta ubicado en Altamira, Caracas; y la mayoría de los padres han decidido emigrar. Quedan los hijos de los optimistas y de aquellos que todo lo que han construido está en Venezuela y no están dispuestos a abandonarlo —todavía—.

En la clase de Marlene está Ernesto, un niño de doce años. Estudia en ese colegio desde los cuatro y sus tres mejores amigos, de toda la vida, ya no están. A Ernesto le ha tocado juntarse con los demás, cuyos amigos también se han ido. A las doce y media, cuando suena el timbre de la salida, la mamá de Ernesto ya está en la calle con la camioneta encendida. Por el altoparlante llaman al niño.

“¿Cómo te fue en el colegio?”, le pregunta Yva a su hijo. El niño de doce años responde que bien, pero que no le dieron inglés porque el profesor se había ido del país la semana pasada. Es el tercero del año que deja la escuela. Tampoco tienen profesor de música. De hecho, no tienen desde hace tres meses.

No importa. Total, yo soy casi bilingüe, le dice Ernesto a Yva. Ella, su mamá, se indigna: “¿Cómo es posible que no tengan profesor de inglés?”. Al fin y al cabo, se trata de un colegio reconocido por su empeño en la formación de los estudiantes en el otro idioma. Bueno, no hay y no habrá por los momentos. No hay nadie que suplante al que se fue, que es el tercero en el año.

La conversación sigue. Hablan de cómo le fue a Yva y de la mañana. Entonces, Ernesto, le pregunta, como por quinta vez en la semana: “Mamá, ¿y nosotros cuándo nos vamos? A Miguel [el mejor amigo] le va excelente en Houston. Ya le acaban de comprar el Playstation 4”.

Es su pequeño drama. Cada vez que su hijo le menciona eso; cada vez que Ernesto, un pequeño de doce años que en nada le debería importar lo que sucede en el país, le dice que no tiene profesor y que a su mejor amigo le va bien en otro país y que cuándo se van ellos, se le sale una lágrima. Eso cuando tiene al hijo al frente; cuando no, llora bastante.

Yva, su esposo, Enrique; y sus hijos, Ernesto y Fabricio, tienen, en medio del drama de Venezuela, todo. Tienen comida y suficiente para que los que tienen que estudiar, estudien. Eso, en el país en el que la gente muere, es todo. Pero aunque parezcan privilegiados, les es imposible escapar del drama que persigue y abriga.

Ese día la señora de servicio por más de ocho años de la familia, María, les participó la desagradable noticia: se va del país en tres semanas con sus hijas. Se van todas a Perú a trabajar en lo que sea. Literalmente en lo que sea. Algo que al menos les permita comer y vivir. Se van, también, para escapar de su entorno, en el que los que tienen suerte, adelgazan, y los que no, mueren o se enferman.

“Yo te apoyo en lo que sea”, le dice Yva a María, entre lágrimas. Todos la quieren mucho. María es como de la familia. Se lo dicen a cada rato y no quieren que se vayan. Pero no la pueden mantener. Ni a ella ni a sus hijas. No pueden hacer más nada.

Como el fin de semana anterior, Enrique, el esposo de Yva y padre de Ernesto y Fabricio, había cumplido años y estaba en otra ciudad, esa noche salieron todos a celebrarlo. No sabían bien a donde ir por todo el tema de los precios. En Caracas comer en un restaurante es muy costoso; y más cuando se trata de una familia y hay dos niños que no pueden pagar.

Se deciden por el restaurante de siempre: un pequeño sitio de pizzas que queda en El Hatillo. No dejan de sorprenderse por la soledad de las calles y las autopistas. Apenas son las ocho de la noche y Caracas parece desierta. El restaurant queda en un pequeño pueblito en el que hay muchos otros locales para comer y beber. Es una pequeña zona rosa. Pero ahora, más bien negra. Todos los espacios están vacíos. Igual su pizzeria, que antes, fuese lunes o miércoles, estaba llena.

El mesonero no es el mismo de siempre, que era Juan; imaginan que se fue, pero no saben para dónde. Nadie sabe. Juan era el de siempre, de la familia, el de la casa. Ahora estaba Mario. Es un joven de veintitrés apuesto que no tiene por qué estar ahí. Enrique tiene que preguntarlo y lo hace: “Chamo, ¿qué haces aquí? ¿Te vas del país, verdad?”. Por supuesto que se va. Está reuniendo lo poco que pueda para en mes y medio montarse en un autobús que lo acerque lo más que pueda a Buenos Aires.

Para la pizza no hay anchoas ni jamón serrano. Tampoco hay queso parmesano, así que Enrique, que era el homenajeado, ya no puede elegir su favorita. Tiene que cambiar. Elige una sencilla, cuyos pocos ingredientes aún se consiguen en el país. Yva y él quieren tomar. Ya no pueden pedir el vino que le gusta, el Marqués de Cáceres, porque su precio es excesivo.

Será una sangría. Los niños quieren Coca-Cola pero no hay de la original, sino un nuevo invento socialista que no tiene azúcar ni nada y que no sabe a nada bueno. Piden jugo de fresa, qué más. Le preguntan al mesonero que si tiene azúcar. Sí tiene y se ponen felices. Es su pequeña victoria de la noche. Esa que el comunismo les ha obligado a festejar.

Normalmente Enrique celebra su cumpleaños de otra forma. Lo hace con familia y amigos. En la mesa de la sala de su casa hay una foto de hace dos años. Celebraba su cumpleaños pero lo acompañan al menos treinta personas. Todos parecían felices: eran amigos y familiares. Ahora la mayoría ya no está. El chavismo los ha regado por el mundo. Han dejado, como los otros cuatro millones de venezolanos, espacios vacíos.

(Archivo)

Cuando la familia de Yva deja el restaurant, luego de celebrar el cumpleaños, deben confrontar lo que es una verdadera tragedia. Por años, Caracas no solo fue la capital de un gran país, sino de una región. “La sucursal del cielo”, se le llamaba. Ahora es una ciudad lúgubre y apagada. Vacía. Que ha sido abandonada en medio de esa escalofriante carrera por la supervivencia.

No es fácil vivir la agonía de una ciudad que muere lentamente

Son las ocho de la noche de un sábado. En la principal autopista de la capital, la Francisco Fajardo, aparecen de forma esporádica uno que otro vehículo. Van a toda velocidad por temor a la delincuencia. Valentina la debe tomar porque es la vía más rápida para llegar a Las Mercedes, donde se reunirá con unas amigas para escapar de la abrumadora realidad. Se supone que van a comer y luego a tomar y bailar. No hay ninguna razón especial; simplemente quieren —y necesitan hacerlo—.

Las Mercedes fue por años una de las zonas más concurridas de la capital. Es el principal espacio comercial y recreativo de Caracas. Donde convergen los restaurantes más costosos y las discotecas más importantes. Ahora muchos de esos locales aún existen, pero soportando la realidad de que jamás se volverán a llenar como antes.

Aunque no parecen las ocho de la noche. No parece que fuese Las Mercedes ni que fuese la principal zona para recrearse de la capital de un país occidental. Las calles están solas. Ya no existen esas colas que antes se formaban en la entrada de las discotecas y los bares. Ya no existe el tráfico. Después de las seis de la tarde, la ciudad es una ciudad fantasma.

Pero no solo por la delincuencia. Es, entre muchas razones, porque la gente se ha ido. Son espacios vacíos que han sido dejado atrás por todo un exilio. “Antes éramos un grupo como de doce. Salíamos todos los fines de semana. Ya solo quedamos nosotras tres”, dice Valentina.

Sin embargo, tiene que salir porque no está dispuesta a dejarse someter por un régimen que ella nunca ha apoyado. Pero es duro. Es bastante duro. No es fácil vivir la agonía de una ciudad que muere lentamente; que se va apagando; en el que cada espacio ha perdido el brillo porque las personas que antes se lo daban, se han marchado.

Todavía queda gente: resistiendo

Pero todavía queda gente. Queda Valentina. Queda Ernesto, Fabrizio, Enrique e Yva. Queda Marlene. Aunque por unas semanas, todavía quedan Mario y María con sus hijas. Quedan las amigas de Valentina y los amigos de Ernesto. Quedan los compañeros de trabajo de Enrique y los de Yva. Queda la tía de mi amigo y su hijo.

Quedan miles y millones. Quedan y siguen. Continúan sobreviviendo. Resistiendo. Es, al final, la verdadera resistencia. Esa que resguarda sus conquistas porque no está dispuesta a cederlas ni entregarlas jamás. Que se esfuerza en mantener su pequeño espacio de propiedad y producción.

Queda talento. Los que aún mantienen a un país con vida y evitan que la barbarie lo tome por completo. Que esa fiereza, la rapiña, que aspira a hacerse dueña de una nación, fracase.

Venezuela es hoy un país fantasma, cuyas calles han quedado solas, cuyas familias, todas, se han agrietado. Pero detrás de ese siniestro espectro están todos los millones de ciudadanos dispuestos, de forma empecinada, a no entregar una patria. Que resisten y mantienen, en medio de todo, la savia necesaria.

Fuente: es.panampost.com

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