Asdrúbal Aguiar: La nobel María Corina

Asdrúbal Aguiar: La nobel María Corina

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El otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado alcanza, desde ya, una importante trascendencia. Habrá de fluir hacia distintas vertientes culturales de Occidente, más allá de lo personal y del mérito que le acredita el Instituto Nobel.

Hacer este escrutinio viene de esencial, sobre todo para que el galardón y reconocimiento universales que recibirá esta mujer que encarna el corazón de los venezolanos, abone en favor del cometido agonal justificado desde Oslo: ¡Solo la democracia garantiza la paz!

La satrapía de Nicolás Maduro imperante en Venezuela y su comandita del Cartel de los Soles, una asociación estructurada entre los crímenes de terrorismo y narcotráfico y la institucionalidad de un Estado a su servicio, es la fuente de la violencia estructural que hoy sufren los venezolanos como nación en diáspora, nómade hacia afuera y hacia adentro.

Que la iniciativa o la movilización de opiniones que sucesivamente cristalizan en Noruega y dan lugar a la acreditación de María Corina  como Nobel de la Paz –frustrado aquel Estado tras sus intentos por convencer a la narcodictadura de Maduro de abrirle juego a la libertad– proviniese de un tándem de prestigiosas universidades de la Florida y que le antecediese otro petitorio de los senadores y representantes de dicho Estado ante el Congreso norteamericano, indica, claramente, que otro es el tiempo que nos interpela.

La suma de los premios Nobel de la Paz más emblemáticos, otorgados a americanos, hubieron de hacer escala previa en La Habana, partera del globalismo progresista y de la deconstrucción cultural de factura gramsciana, prohijadora de la dictadura del relativismo a partir de 1989: Santos (2016), Obama (2009), Carter (2002), Menchú (1992).

Esta vez y enhorabuena, quienes desde la Florida han enfrentado la dictadura comunista instalada en Cuba desde hace casi 70 años y son sensibles a la deriva tomada por Venezuela de manos de esta, realizaron un jaque mate inesperado sobre el tablero geopolítico global y encontrado eco oportuno en la sede del nobel. ¿Cabrá preguntarse por qué?

La democracia y el Estado de derecho han sufrido de mengua acelerada, extrañamente, tras el derrumbe de la cortina de hierro y el agotamiento del socialismo real. La banalización de esa circunstancia por el mundo liberal y las democracias occidentales, creyéndose que el mandado estaba hecho y no reparando en que la preservación de la libertad es el resultado de una obra cotidiana sostenida, disciplinada, anclada en valores éticos, y jamás un producto acabado, han conducido a Europa y las Américas hacia un callejón sin salida.

En nombre de los derechos humanos se le han arrebatado al ciudadano común las garantías de su derecho a la democracia y a la tutela judicial efectiva de sus derechos. Se las ve de prescindibles. No aparecen o apenas se les subraya en los textos del Foro de São Paulo, del Grupo de Puebla, del Programa de la ONU 2030 e inclusive en los del Gran Reinicio de Davos.

De allí que, volver a la democracia y a su fuerza moral como sustentos de la paz, tras la resignificación del premio nobel otorgado a Machado, implica una corrección de rumbos esperanzadora, para Europa y para las Américas, y para civilización milenaria judeocristiana racionalista objeto de ataques despiadados por los cultores de los sentidos y sus complejos adánicos.

“Vivimos en un mundo donde la democracia está en retirada, donde más regímenes autoritarios están desafiando las normas y recurriendo a la violencia”, precisa el Instituto Nobel. Destaca luego algo no menos relevante, a saber, que “se realizaron más elecciones que nunca, pero cada vez menos son libres y justas”.

De modo que, para que la democracia, según lo reafirman los miembros del Instituto Nobel aleccionando al mundo, se la considere “precondición para la paz duradera”, urge defender un “terreno común”: “la defensa del principio de respeto a la voluntad popular” aunque estemos en desacuerdo.

Para salvar a la libertad y vivir en paz, a la democracia mal se la puede reducir a experiencia o ingeniería para la organización y la gestión del poder republicano y sus políticas públicas. Es experiencia de vida personal, camino a través del cual se realiza y ha de cristalizar la voluntad de nación. En pocas palabras, no habrá república sin nación, tanto como no habrá paz sin democracia.

Síntesis de lo venezolano
Así las cosas, es María Corina la intérprete cabal de lo inédito, de la voluntad de nación de los venezolanos tras el transcurso de casi dos centurias copadas, de forma absoluta, por el cesarismo bolivariano; por una república que ha hecho y deshace a su arbitrio y de ordinario con arbitrariedad, considerándose el ente tutelar de un pueblo al que ha preterido y sojuzgado siempre.

No se le ha permitido fraguar como nación, sin mengua de su cultura de presente o de ser inacabado que se hace y rehace a diario, buscando alcanzar su entidad moral, así lo sea en cierne. ¡Y es que, al eco de la racionalidad bolivariana elaborada desde Cartagena en 1812, se lo ha multiplicado durante dos centurias!

“Todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos; porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano”, escribe El Libertador. Mas pasada una centuria, en 1919, aun se hace apología del gendarme o cesar necesario, renovándose en Juan Vicente Gómez el prejuicio bolivariano.

“Se ha comprobado que por encima de cuantos mecanismos institucionales se hallan hoy establecidos, existe siempre, como una necesidad fatal «el gendarme electivo o hereditario» de ojo avizor, de mano dura, que por las vías de hecho inspira el temor y que por el temor mantiene la paz”, escribe Laureano Vallenilla Lanz en su opúsculo Cesarismo democrático.

No por azar conoce Venezuela de la paz a lo largo de su historia de dictaduras y dictablandas, a saber, de la paz de las cárceles y la de los cementerios. Lo grave es que a tal prédica se la renueva con la espuria Constitución de 1999 y Maduro Moros, en 2021, con prólogo suyo, reedita el catecismo de Vallenilla, plagio del napoleónico, escrito por Jordeuil.

Enhorabuena, María Corina, quebrando la fatalidad histórica venezolana se aproxima a la plaza pública desde la fuente ciudadana. Traspasa a su experiencia de servicio social a los jóvenes y niños abandonados o maltratados de Venezuela y, dada su sólida formación empresarial deriva hacia una organización de la sociedad civil –es el caso de Súmate– preocupada por el control electoral y la transparencia del voto. ¡Y es que los partidos que fueron los parteros de la modernización social y política a partir de 1959, al concluir el siglo se transforman en franquicias, sin ideas ni causas!

Dentro de un sobrevenido ecosistema gobernado ahora por las redes digitales y cada vez más dependiente de la ciencia y de la técnica, ante el cierre de las secretarías de organización de las militancias a los partidos les vino de cómodo apelar a María Corina. Solventaba sus falencias. Le facilitan su labor y no la controvierten, en la misma medida en que la excelencia de sus resultados, su integridad personal y la disciplina que empeña junto a los otros miembros del movimiento ciudadano que dirigía, ayudaba a la sobrevivencia electoral de los involucrados. Pero nada más y dentro de esos límites.

La cuestión es que el agotamiento del mismo sistema de partidos, presas del lenguaje del poder, los empuja –huérfanos de causas y de ideas– a su tácita cohabitación clientelar con los actores de la dictadura. Machado, antes bien, que viene de conocer desde sus fuentes el desamparo en el que se encuentran los venezolanos, su misma labor de vigilancia de la transparencia electoral la lleva al encuentro cotidiano con estos, en todos sus estratos. Pasan a ser parte vertebral de su agenda. La gente común son el foco central de su atención, pues actúa consustanciada con la idea de la democracia moral.

Al cabo, tras cada firma que recolectaba para los procesos comiciales referendarios o del voto que cuidaba con celo siguiéndole su ruta para evitar que lo confiscase la dictadura, entendió sin mayor esfuerzo que tras cada sufragio se encontraba una persona de carne y hueso que votaba como último recurso para torcerle el brazo a la fatalidad dictatorial. Al candidato lo ve de subsidiario. ¡Y es que la gente, carente de destino cierto –lo constata María Corina– seguía depositando todas sus esperanzas en una mesa de agiotistas de Estado, de oficiantes de la república, de liderazgos inventados! Las frustraciones se acumulaban, tras cada fraude electoral o de victorias opositoras sin destino.

Decía –me lo decía– Ramón J. Velásquez que, a partir de los turbulentos años posteriores a 1989, a raíz del punto de ignición que fuese el Caracazo, los venezolanos, hijos de la modernización, abandonaron sus casas para irse a la calle sin disposición de regreso. La nación, en efecto, acogotada le decía a sus modernizadores –a los cuarteles que dominan la primera mitad del siglo XX y a los partidos que forjan la democracia civil durante su segunda mitad– que, para lo sucesivo, la tutela había concluido. Estos no lo entendieron. Se contentaban con reformas “gatopardianas”, solo oxigenantes de la política como oficio.

A los partidos franquicias, con su delirio republicano, les ha importado sobrevivir, sortear la crisis, sin percibir que es inherente a nuestra modernización como pueblo y como nación. Los cuarteles ven su oportunidad para solo rescatar los fueros que perdieron tras la democratización electoral de Venezuela. Las consecuencias las han pagado los venezolanos.

He allí que, llegado el momento, esa misma nación, resiliente, dispersa, genéticamente libertaria, rompe sus cadenas tras tantos vejámenes. E incomprendida por el agiotismo republicano se tropieza con una mujer y madre, que alcanza a interpretarla fidedignamente y deciden protegerse mutuamente. Machado se le suma, no la dirige. La orienta y le da los elementos de juicio para que se organice y haga valer su voluntad. Le restablece el sentido de la esperanza, a partir del obrar personal de cada venezolano, es decir, del optimismo de la voluntad.

Anima a la nación tras su desierto, y deja en sus manos su propio destino y el de ella, el 28 de julio de 2024. Y es esa nación la que derrota a la república y a sus secuestradores, en paz, antes de que la represión de estos se vuelva otra vez sobre ella. Se da un presidente. Le otorga legitimidad. Le entrega un mandato a Edmundo González Urrutia, confiando en la palabra de María Corina, hoy Premio Nobel de la Paz.

“Hemos forjado un movimiento cívico formidable, superando las barreras que el régimen construyó para dividirnos, y hemos unido a la nación en un anhelo poderoso: Paz en Libertad”, escribe la nobel Machado, en su agradecimiento al Instituto de Oslo. “A cada venezolano: este premio es tuyo”, concluye y le dice, “vamos de la mano de Dios, hasta el final”.

[email protected] | @asdrubalaguiar

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