Durante las últimas décadas, Colombia se ha convertido en uno de los principales escenarios de cooperación en inteligencia y operaciones antidrogas entre Estados Unidos y América Latina. La presencia activa de agencias como la CIA (Agencia Central de Inteligencia) y la DEA (Administración para el Control de Drogas) ha sido constante desde los años ochenta, cuando la lucha contra los carteles de Medellín y Cali se convirtió en prioridad estratégica para Washington.
En los años recientes, esa colaboración no ha disminuido. Muy por el contrario, se ha adaptado a los cambios políticos y a las nuevas dinámicas del narcotráfico, donde los antiguos carteles fueron reemplazados por redes más fragmentadas, sofisticadas y globalizadas. La CIA ha continuado desarrollando tareas de vigilancia satelital, infiltración de redes financieras y cooperación tecnológica, mientras que la DEA ha mantenido su papel operativo en el seguimiento de rutas, decomisos e identificación de laboratorios de cocaína en zonas rurales de Colombia.
El resultado de esta colaboración ha sido un flujo constante de información estratégica hacia Washington, información que ha servido como base para la formulación de políticas antidrogas cada vez más intervencionistas y precisas. Durante la administración de Donald Trump (2017–2021), ese conocimiento acumulado se tradujo en una postura particularmente agresiva frente a los productores y traficantes de cocaína en el hemisferio sur.
Trump heredó un aparato de inteligencia perfectamente afinado gracias a los acuerdos de cooperación militar y antinarcóticos firmados con gobiernos colombianos anteriores a Gustavo Petro, especialmente durante las presidencias de Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos e Iván Duque. Dichos acuerdos no solo facilitaron la presencia de personal estadounidense en el territorio colombiano, sino también el intercambio de bases de datos, tecnologías de rastreo y acceso directo a operaciones de campo.
Esa red de información permitió a Washington elaborar un mapa exhaustivo de las rutas del narcotráfico, los vínculos entre grupos armados y economías ilegales, así como las zonas críticas de producción en el suroccidente colombiano. La CIA, por ejemplo, ha aportado inteligencia sobre los mecanismos de lavado de dinero utilizados por los carteles para ingresar capitales al sistema financiero internacional, mientras que la DEA ha focalizado sus esfuerzos en el desmantelamiento de redes de transporte aéreo y marítimo.
Durante el gobierno de Trump, esta información se transformó en una política exterior más dura, caracterizada por la “tolerancia cero” hacia los países productores y por presiones directas sobre gobiernos latinoamericanos para intensificar la erradicación de cultivos ilícitos. Aunque esta estrategia fue criticada por su enfoque punitivo, lo cierto es que su eficacia operativa se apoyó en el profundo conocimiento que Estados Unidos posee del sistema del narcotráfico regional, conocimiento derivado en buena parte de su experiencia en Colombia.
Desde una perspectiva de opinión, puede afirmarse que la CIA y la DEA convirtieron a Colombia en el epicentro de un laboratorio de inteligencia global, donde se perfeccionaron métodos de rastreo, intercepción y análisis criminal aplicables a todo el continente. Sin esa estructura de información, el gobierno de Trump difícilmente habría podido sostener su política de “exterminio” de los carteles, ni justificar sus acciones diplomáticas y militares en nombre de la seguridad hemisférica.
En conclusión, la historia reciente demuestra que la relación entre Colombia y Estados Unidos ha sido mucho más que un simple pacto antidrogas: ha sido una alianza estratégica de inteligencia. Y aunque el actual gobierno colombiano ha planteado nuevos enfoques, los cimientos informativos establecidos durante décadas continúan dotando a Washington de una ventaja invaluable en su cruzada contra el narcotráfico en América Latina.
Beatriz de Majo