Hay fechas que dividen la historia en dos: el 18 de octubre de 1945 es una de ellas. Para algunos, fue el amanecer de la democracia moderna venezolana; para otros, el punto de partida de una convivencia ambigua entre los cuarteles y el poder civil. Lo cierto es que aquel día, un golpe de Estado removió los cimientos de la transición que inició con acierto el general Eleazar López Contreras y dio paso a una década decisiva en la vida política del país.
Desde entonces, el derrocamiento del presidente Isaías Medina Angarita ha suscitado interpretaciones encontradas. Sus partidarios lo justifican como la ruptura necesaria para instaurar el voto universal, directo y secreto. Sus críticos, en cambio, lo ven como una interrupción abrupta del proceso de apertura política que ya se gestaba. Unos y otros coinciden, sin embargo, en reconocer que la jornada de octubre cambió de raíz la estructura del poder.
Más allá de las diferencias entre quienes exaltan aquella fecha y quienes la cuestionan, resulta claro que el 18 de octubre clausuró el ciclo del positivismo político e inauguró la senda de la democracia liberal. Fue, a la vez, una alianza cívico-militar que dio origen a la llamada Revolución de Octubre, cuyos logros y tropiezos marcaron una época decisiva.
En aquel momento, el liderazgo civil, guiado por Rómulo Betancourt, soñaba con una república moderna, inspirada en el Plan de Barranquilla, sostenida en el voto universal y en un sistema de partidos con auténtica vitalidad democrática. A su lado, los jóvenes oficiales —formados en las academias y ansiosos de renovación institucional— querían dejar atrás la herencia del gomecismo y modernizar el Ejército. Esa confluencia de proyectos dio origen a un tenso entendimiento inicial que pronto mostraría sus fisuras.
En ese contexto, la Junta presidida por Betancourt impulsó reformas profundas: instauró el sufragio universal, avanzó en la nacionalización petrolera, amplió los servicios de salud y educación y dio a la política exterior un perfil más autónomo. No obstante, los aciertos convivieron con errores: el Decreto N.º 64 de noviembre de 1945, que creó el Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa, terminó usándose con frecuencia como instrumento de revancha política más que de control ético.
Esa deriva generó un ambiente de polarización —acentuado por el dominio de Acción Democrática en la administración pública— generó tensiones con otros sectores sociales, empresariales y religiosos. La fractura entre civiles y militares se fue ensanchando hasta desembocar en el golpe del 24 de noviembre de 1948, que puso fin al gobierno de Rómulo Gallegos.
Aún hoy persiste la pregunta esencial: ¿fue la política la que instrumentalizó al ejército, o el ejército el que condicionó a la política? Lo cierto es que durante el trienio adeco(1945-1948) la subordinación militar al poder civil fue más una aspiración que una realidad. Betancourt, pese a su intuición e inteligencia política, no advirtió el peso que alcanzaba Marcos Pérez Jiménez desde su posición en el Estado Mayor.
Con todo, las lecciones de aquel desencuentro no se perdieron. En su segunda presidencia (1959-1964), ya bajo la Constitución de 1961, el estadista adeco redefinió la relación entre el poder civil y el militar sobre los pilares del respeto institucional y la razón de Estado. Promovió los ascensos por mérito, preservó la disciplina y comprendió que la autoridad legítima no se impone por la fuerza, sino que se sostiene en la confianza mutua. Así logró mantener la cohesión de las Fuerzas Armadas frente a los embates simultáneos de una izquierda que invocaba la revolución y de una derecha nostálgica del orden perdido, ambas negadas a aceptar los ritmos de la democracia.
A partir de esa experiencia, Rómulo Betancourt demostró que el antiguo mandato de la Constitución de 1811 —según el cual “el Poder Militar se conservará en una exacta subordinación a la autoridad civil”— podía dejar de ser una declaración solemne y convertirse en un principio vivo de gobierno. Desde 1958, esa premisa no solo se consolidó como pilar del nuevo régimen democrático, sino que también redefinió el papel relevante del sector militar en un sistema republicano.
En esa línea, el segundo gobierno de Betancourt incorporó a militares profesionales que habían sido apartados por la dictadura perezjimenista, restituyendo su dignidad y su papel esencial en la defensa de la República. Su liderazgo civil, acicateado por el Pacto de Puntofijo, propició un equilibrio duradero entre las instituciones castrenses y el poder político. Durante décadas, esa cooperación —fecunda, aunque no exenta de tensiones— garantizó la estabilidad institucional y política del país.
En perspectiva, el 18 de octubre de 1945 constituye una fecha que, con sus aciertos y errores, sigue siendo materia de reflexión. Años más tarde, el 23 de enero de 1958 consolidó la posibilidad de una convivencia madura y equilibrada entre el poder civil y el militar, e inició la etapa más prolongada de estabilidad política en la historia republicana de Venezuela.
Con el tiempo, la experiencia demostró que el porvenir nacional depende de preservar ese importante y necesario equilibrio. Solo una relación sustentada en el respeto mutuo, la mesura, la cooperación institucional y la memoria histórica compartida podrá resguardar los valores republicanos que nos identifican como nación.
Que el 18 de octubre no sea un aniversario más, sino una lección viva de madurez política, tolerancia y responsabilidad para el presente.
Ramón Escobar León